miércoles, 2 de diciembre de 2009

3:

baby you are my light

Por qué siempre llevas un libro, me pregunta Muriendez. Por qué no tenes un auto y con algo me tengo que entretener si no quiero que hablemos más, le digo. Estuve pensando en comprarme un auto, me contesta. Miro por la ventana. Para que tengas que hablarme siempre, me dice. Siempre es mucho Muriendez. Casi siempre, me dice. 

Cuando llegaste a mi casa fue como si me pusieran una bolsa de droga en el equipaje, eso es lo que te quería decir, pero no te digo. Estas al lado mio, viajando en el colectivo, tengo la cara enrojecida, me calmo contra el vidrio, intento que no notes el rubor natural que me sube por las mejillas y hace que el invierno sea mi mejor cómplice, en esta, la parte más criminal de toda nuestra historia. Yo se, lo sé, tanto como vos, que lo que nos queda por delante es solo dolor. Y sé, lo sé con la seguridad de los que sufrimos siempre por todo, que el día que todo sea real, vos vas a decir, que no queres nada del mundo real, entonces ahí, en ese momento yo voy a recordar todo esto, todo este diario mental, íntimo y repetitivo; que me atacó de lleno en este viaje de colectivo eterno, viaje en el cual estuve siempre mirando  por la ventana como si yo no conociera esta ciudad. Pero quiero que sepas, que en parte es así, no conozco la ciudad, no al menos la que descubro vista a través de tus ojos, que en algún momento de esta escasez de tiempo juntos, se instalaron en los mios.

De qué se trata ese libro. Creo que tengo fiebre Muriendez, le digo. A ver. Intenta poner su mano sobre mi frente, pero se encuentra con un. No deja, esta bien, es solo una idea mia. Desliza su mano sobre mi bolso, la introduce, una esquirla de libro amarillo se asoma. Cuando lo hace presiona y es como si me tocara la pierna. Es como si. No es la realidad, es un acercamiento y nada más. Miro de reojo, Muriendez lee la contratapa del libro, mira la tapa, pasa las hojas, se detiene en donde se alojan las cursivas, vuelve a la contratapa, observa mi señalador, vuele a la tapa y finalmente me pregunta ¿tanto lío por un carnero?. Me rio con la frente pegada al vidrio. De que te reís, me dice Muriendez. De nada le digo. Me pego más contra el vidrio. Él, que quiere un lío, se acerca y me dice. Te reís de mi.


Falta mucho. No, me dice, no falta casi nada. Nos bajamos cerca del río. Las torres del micro centro parecen animales que quieren salir a matar, pero están dormidos. Caminamos por la zona de Catalinas, los guardias nocturnos esperan el momento de complicidad para poder irse a dormir o el momento de la hazaña y dar el golpe, el gran crimen. Nosotros pasamos frente a elllos como algo que no somos, dos enamorados. Antes de llegar a Córdoba empezamos a bajar y el viento empieza a querer hacernos subir. En un kiosko, solo como un escarabajo iluminado, Muriendez para y compra cigarrillos. Seguimos, hay una plazoleta  y dos guardis de prefectura que nos siguen con la mirada. Seguimos, contra la baranda, Muriendez apoya sus codos. Al verlos me doy cuenta que son tan filosos como sus rodillas. Él es todo geometría. Me da un cigarrillo. Lo enciendo. Del otro lado del río hay luces, todo esta iluminado, voces, todo esta encendido, una fiesta, no estamos invitados. De este lado del río se escucha la rompiente contra los bloques de piedra. Es un murmullo contaminado. Muriendez enciende su cigarrillo y sigue mirando las luces de la fiesta. Se estarán divirtiendo, me pregunta. No sé. Pasan los minutos y entre él y yo no cambia nada. Finalmente a riesgo de romperlo todo, digo. Para qué me trajista acá  Muriendez. Él, más él que nunca, se toma su tiempo. Entonces, lo apuro. Nada, me dice él, solo quería mostrarte lo que hago los sábados a la noche. Tira el cigarrillo, se apaga la chispa en el agua, se enciende en mi corazón.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

bad boys